De canalladas y canallas
Sesenta y seis años en este mundo dan para mucho,
incluso he llegado a pensar que cuando decida escribir mis memorias deberé
hacerlo en varios tomos. Uno de ellos, después de la experiencia de estos
últimos meses lo tendré que dedicar a la mala gente que me he encontrado en el
camino.
Reconozco que mi experiencia ha conseguido lentamente
convertirme en un pesimista escéptico (curiosa definición que intenta expresar
lo complejo de mis sentimientos) sobre el comportamiento humano en los últimos
tiempos. Husmeando en el diccionario de la Real Academia de la lengua he
descubierto que miseria, o lo que quizás intente expresar mejor de lo que
intento hablar, “miserable”, significan: persona perversa, abyecta, canalla. O
sea ruin, despreciable, mala, que causa daño voluntariamente, vil en exceso.
Bueno creo que el diccionario de la RAE refleja fielmente a lo que me quiero
referir. O sea que a partir de ahora cuando señale miserable querré decir todo
lo que ahí se señala.
Debo aclarar que los miserables suelen actuar en
grupo, o al menos protegidos por el poder y la impunidad que les aporta el
grupo.
En estos 66 intensos años he encontrado miserables en
todas las facetas de la vida, pero especialmente quiero centrarme en los que
recuerdo con más lucidez incluyendo mi última experiencia de lo que debía ser
para recordar de manera agradable y que alguno o algunos intentan amargar,
aunque no lleguen a conseguirlo. Reconozco que por mi experiencia he podido
entender que este espécimen puede seguir superviviendo si existe un hábitat
adecuado, tóxico, que favorezca su fortalecimiento y extensión.
Fundamental es tener poder aunque sea mínimo y la
existencia de cómplices y serviles seguidores, lo que algunos definen como
lameculos, y que de alguna manera se encuentre apoyados por algún tipo de
poder, aunque éste sea mínimo e incluso despreciable que sea capaz de provocar
una reacción de cobardía, de acojono en aquellos. Los miserables son capaces de
conseguir así que centros de trabajo, partidos políticos o simples grupos sociales
se conviertan en lo más parecido a una secta donde el gurú ejerce de maestro de
ceremonias ante la aquiescencia cómplice de sus seguidores.
Conceptos como decisión democrática, respeto a la
discrepancia, libertad de expresión o respeto a las minorías quedan
pervertidos, anulados en aras de la dictadura, fascista según los cánones
clásicos, del líder. Un líder que se asusta ante cualquier atisbo de reacción,
de crítica o aportación diferente a sus órdenes. Esa misma experiencia me ha
hecho comprender que ese tipo de lamentables personajes sufren de diferentes
patologías psicológicas que van desde las más banales, como complejo de
inferioridad o de Edipo mal curado, hasta otros más graves como la psicopatía,
la paranoia o esquizofrenia. Hago este comentario desde el profundo respeto que
este tipo de enfermedades me merece, cuando las sufren personas que no las
utilizan vilmente contra los demás.
Lo más lamentable es que en algunos casos los
miserables producen mucho daño, especialmente en personas que se encuentran en
un momento de debilidad emocional. He presenciado casos durísimos, casi de
juzgado de guardia. Su comportamiento se convierte así en un tipo de violencia,
de acosos sutil en muchas ocasiones, sibilino, pero de una extrema gravedad.
Por eso ese daño, a veces irreparable, a menudo pasa
desapercibido para la mayoría del grupo que muchas veces mira hacia otro lado.
¿Cómo podemos erradicarlos, extinguirlo, luchar contra este tipo de perversos?
Primero desde la denuncia, en privado o en público, con medidas de prevención,
especialmente desde las instituciones públicas cuando se encuentran en su
ámbito, pero también plantándoles cara, enfrentándonos ante sus desvaríos,
peleando sin miedo contra ellos, frenando sus agresiones, especialmente siendo
solidaros con sus víctimas, fomentando esa solidaridad en el grupo para romper
las complicidades. Esa solidaridad,
hermosa palabra muy en desuso consigue que los más débiles puedan aparcar el
miedo que les provoca el hipotético poder que detectan.
Reconozco que esas personas me provocan un profundo
desprecio, que en algún momento puede convertirse en pena por su inmensa
pobreza moral. Pero también un instinto de agresividad, de confrontación, de
lucha que me hace guerrear contra este tipo de comportamientos hasta intentar
derrotarlos de manera definitiva. Me los encontré en mi experiencia laboral,
aunque de aquella confrontación resultara derrotado con mi expulsión de una
fábrica en la que había trabajado durante más de 40 años, después en mi actividad
política y nuevamente mi lucha se saldó con la expulsión de mi partido de los
últimos 20 años y ahora me los encuentro hasta en la sopa. Todas esas personas están cortadas por el mismo
patrón: son miserables, miserables de la vida, gentes que solo pueden seguir
actuando con impunidad si nadie se enfrenta con ellos pero que cuando eso
ocurre suelen huir despavoridos debido a su innata cobardía.
Estos días he recordado la novela “El lobo
estepario” de Hermann Hesse. La leí hace 43 años en mi época en la universidad
y ha sido una de las que más me impactó en aquel convulso momento junto con “La
metamorfosis” de Kafka, “Así habló Zarazustra” de Nietzsche o “Escucha
hombrecito” de Reich. Eran lecturas profundas que incitaban a reflexionar sobre
las contradicciones del ser humano. En la primera una conclusión: el hombre
puede ser un lobo para el propio hombre. He vuelto a recordar esta enseñanza
estos días al hilo de mi reflexión anterior sobre la miseria humana.
La
pregunta que ahora me hago es: ¿por qué me han ocurrido precisamente a mí estos
“incidentes? ¿Qué mecanismo activo en esos miserables para generarles una
agresividad contra mi persona de tal característica? ¿Por qué les molesta mi
presencia hasta tal límite? Creo que la respuesta tiene que ver precisamente
con esa condición humana por la que los mediocres, los malvados, los canallas
con poder no admiten la discrepancia, que alguien a quien quizás enviden sea
capaz de confrontarse a lo que consideran poder incuestionable, en su finca, en
su coto privado, en su cortijo.
Supongo
que me los seguiré encontrando en lo que me quede por ese tránsito por la vida,
pero lo que sí tengo claro es que cada vez que eso ocurra batallaré contra
ellos aunque acaben siendo molinos de viento, a lomos de mi Rocinante en un
país en el que Don Quijote ha cabalgado siempre. Que al menos no campen a sus
anchas, al menos no en mi nombre. La miseria humana, los miserables solo
desaparecerán si todos y todas combatimos juntos contra ellos y ellas, si les
plantamos cara de manera firme, contundente, si somos solidarios, valientes,
generosos. Ése es el mejor antídoto contra ésta lacra epidémica que envenena
todo lo que tocan.
Qué mejor canción que ésta para acompañar ésta reflexión.
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