¿Una democracia sumisa a la monarquía?
Artículo publicado en DEIA el 17 Febrero 2014
Si algún ciudadano o
ciudadana hubiera permanecido hibernando desde 1983 y despertara treinta años
después, en la fecha actual, probablemente al analizar lo ocurrido con la
máxima representación institucional de éste país, la monarquía, en los últimos
meses no daría crédito a lo que vería, leyera, o escuchara. Treinta años
suponen un periodo de tiempo corto en la historia de un país, pero aquí las
diferencias referidas a este tema resultan evidentes incluso definitivas.
Éstos hechos no hacen
sino consolidar la idea de que el sistema de monarquía democrática del que nos
dotó una Constitución ya obsoleta, está en crisis terminal. Lo que fue un buen
“invento” para hacer una transición tranquila desde el franquismo, después de
casi cuarenta años de existencia ha quedado absolutamente superado por los
acontecimientos y por sus propios errores, incalificables los últimos años.
Eso a pesar de que sus
asesores de imagen han intentado ir construyendo una imagen idílica, ejemplarizante
de familia ejemplar que comenzó a resquebrajarse con el divorcio entre la
infanta Elena y el dandi que le adjudicaron como marido, el inefable
Marichalar, un hombre cuando menos peculiar y divertido.
La imagen de una reina
absolutamente impregnada por la cultura, aunque fuera la más elitista, un rey
simpático y bonachón que hasta nos salvó de los del “¡agáchense cóño!”, de los
Tejero y demás añorantes de épocas pasadas fue apuntalándola. Aquella noche del
23 de Febrero de 1981 el monarca adquirió un pasaporte para su monarquía que
parecía definitivo, el apoyo del pueblo español tuvo tintes de inquebrantable.
Además supieron casar a su hija más actual, más moderneta con un deportista
ejemplar, que sumaba dos activos: ser vasco, con padre del PNV y apellidos enraizados
en éste lugar, para más activo jugador de balonmano del Barsa y además un
verdadero guaperas. ¿Qué más se podía pedir?
Para rematar la faena
el heredero, otro guaperas de 1.95, se enamoraba como si de un cuento de hadas
se tratara, de una bella plebeya presentadora de televisión, o sea dominadora
de la imagen pública. Después vendrían uno tras otro hijos, hijas, construyendo
lo que parecía una familia perfecta.
Fueron años de idilio
con el pueblo, parecía que un sistema retrogrado como resulta ser la monarquía
se modernizaba y perduraría eternamente, con gran regocijo de todas y todos,
especialmente de los poderes fácticos que así eliminaban un punto de fricción.
Estabilizaban el sistema.
Pero esto no era un
cuento de hadas, ni una película americana con final feliz, esto es la realidad
y comenzaron los problemas surgieron uno tras otro, divorcio de Elena,
tensiones con la nueva elemento de la familia, la princesa Leticia, traspieses,
no de los físicos sino de los otros de un monarca en clara decadencia física y
moral, especialmente el de la cacería de Botswana es para nota, amantes
lenguaraces y como guinda del pastel el yerno guaperas perfecto les sale un
sinvergüenza de cuidado y arrastra tras él a su insigne esposa, no se sabe aún
si con la complicidad de la familia, o al menos sí mirando hacia otro lado.
La monarquía,
institución respetada, valorada, que alcanzaba los puestos primeros en la
valoración de la ciudadanía encuesta tras encuesta del CIS, resultaba arrasada
por su propios errores dilapidando esa confianza ganada durante años, cayendo
en picado y provocando un verdadero cataclismo social. Hace apenas unos años
nadie, ni siquiera desde la izquierda, se atrevía a cuestionar el sistema del
que nos habíamos dotado, hoy al contrario la demanda de cambio hacia un sistema
republicano es cada día mayor. Cada vez más gentes apuestan por una III
República, por adaptarnos a los nuevos tiempos.
Pero conviene detenerse
brevemente en lo ocurrido en los últimos meses. La democracia se sustenta sobre
una idea fundamental: la igualdad de derechos y de deberes. Especialmente la
igualdad de todas y todos ante la ley. Cualquier acción u omisión que
contradiga esa máxima pone en grave peligro la credibilidad de esa democracia,
hoy herida de muerte por éste y otros acontecimientos que no vienen a cuento en
ésta reflexión.
Al hilo de esta premisa
esencial las pregunta que surgen son: ¿la ciudadanía entiende, tiene la
percepción, de que en todo el asunto de la implicación de Urdangarín y su esposa,
la infanta Cristina, en presuntos delitos de corrupción, se les ha tratado en
igualdad con el resto de los mortales? ¿Creen los expertos en temas judiciales
que se ha aplicado los criterios con la misma vara de medir y rigurosidad que
al resto? ¿Ha estado por tanto la monarquía al servicio de la ley, de la
democracia, o ha ocurrido justo al contrario?
De todo lo visto desde
la instrucción del caso por presunta corrupción de Urdangarín y por lo tanto de
su esposa, el denominado caso Nóos, parece
deducirse que no. Que la justicia ha funcionado en algunos aspectos, ha sido
imparcial y valga la redundancia justa en la investigación de los hechos y en
la mayor parte de la actuación de un funcionario público valiente, honesto,
imparcial como ha resultado el juez Castro. Aunque también haya tenido puntos
negros como todo lo referido a la manera en la que ésta debía llegar al juzgado
(a pie como el resto de nosotros), de evitar las grabaciones e incluso de
perseguir al mensajero que intentó subsanar por la vía de los hechos este
déficit. Quizás en esos aspectos esa valentía, esa imparcialidad se haya visto
quebrada ante las presiones inadmisibles, indignas de la Casa Real y del propio
gobierno.
Pero quien ha tenido
una actuación indecente, bochornosamente parcial ha sido precisamente el que debiera
haber dado ejemplo de lo contrario: la fiscalía anti corrupción (vaya papelón
teniendo ése título), que ha servido como ariete contra Castro en una pelea
inadmisible para presionar, agobiar, acorralar su gestión sobre la imputación
de la infanta. Lamentable el comportamiento de quien debe defender el sistema
democrático y mucho más aún su imagen de servidumbre, de plegarse de rodillas
ante la monarquía.
La última maniobra ha
sido sacar de su escrito definitivo de acusaciones a Ana María Tejéiro, esposa
del principal imputado y socio de Urdangarin, Diego Torres, que era la
exigencia que éste hacía para no “tirar más de la manta” con los mails que iba
filtrando a la justicia, entre los que podría existir algunos que implicarían a
la propia reina y por lo tanto supondrían un torpedo directo a la línea de
flotación de la ya desprestigiada institución.
La sospecha que puede
instaurarse en la ciudadanía es que cuando se trata de los poderosos, en éste
caso la institución monárquica, los instrumentos legales del estado no solo
funcionan de diferente manera que con el resto de ciudadanos, sino que incluso
se manipulan las decisiones precisamente para salvarlos, para evitar que el
peso de la justicia y el desprestigio social caigan sobre ellos con la máxima
contundencia Que por cierto es lo que es este caso realmente merecen.
El caso Nóos, tendrá su
desarrollo en los juzgados, pero resulta evidente que la sociedad ya ha dictado
sentencia: la monarquía ha protegido a unos presuntos corruptos por pertenecer
a su entorno, ha puesto en funcionamiento todas su capacidad de presión hacia
las instituciones para conseguirlo y ha situado a la democracia a sus pies, de
manera sumisa, rendida con armas y bagajes.
Lamentable, pero más
lamentable aún resulta la colaboración activa del poder político, la del PP
evidente, pero también el silencio cómplice, vergonzoso, de la mayoría de la
izquierda, que no han sabido estar en este tema a la altura de las
circunstancias.
La monarquía está
tocada de muerte, ahora solo hace falta impulsar, especialmente desde el PSOE,
un movimiento social y político imparable para que este país vuelva a ser un
sistema republicano. ¡Viva la III República!
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