Otro 8 de Marzo más
Escuchaba de nuevo esta tarde el espléndido disco de Barricada, que aprovecho recomendar a quienes me leéis: “La tierra está sorda” y aunque está dedicado de una manera general a la memoria histórica, en lo particular es un precioso homenaje a la mujer durante la terrible época, que significó nuestra guerra civil y el posterior franquismo. Ha sido un momento idóneo, ahora que se acerca el 8 de Marzo, para recuperar unas reflexiones escritas hace ya cinco años sobre ambas realidades: mujer y franquismo, o si se prefiere, la situación que sufrió la mujer en esa oscura época de nuestra, aunque a veces no lo parezca, reciente historia. Que al mismo tiempo sirva a quienes con una edad menor que la mía, a veces olvidáis que hace apenas 50 o 60 años la situación de este país era muy diferente a la actual.
Durante el franquismo la reconstrucción del tejido social español, tuvo lugar bajo la norma, escrita a sangre y fuego, del "odio al comunismo" y todo lo que tuviera que ver con él. En ese empeño, la religión se encargó de proporcionar las armas educativas, apoyadas en los temores ancestrales del más rancio conservadurismo. Según su teoría un espectro atravesaba Europa: el del comunismo. El Vaticano se encargó de apoyar todo aquello que se opusiera al mismo, reprimiendo lo que tuviera que ver con la liberación de la moral. La alineación de la Iglesia española con el golpe del 36 se justificó porque la confrontación no era entre un gobierno legal y otro ilegal, sino entre Dios o no Dios, lo que les permitió hablar de Cruzada.
Esta ‘‘santa alianza’’ relegó a la mujer a la retaguardia, a la reconstrucción. La ideas joseantonianas sobre la sumisión y la no-intervención en la cosa pública, conformaron el modelo social de mujer durante esa negra época. En ese modelo reaccionario se la asignaban casi exclusivamente funciones referentes a cuidados sanitarios y de bienestar social.
Dos instituciones se dedicaron a poner en práctica esas tesis: la sección Femenina, presidida por Pilar Primo de Rivera, que puso en práctica las ideas de su hermano sobre la mujer, es decir, el odio a la mujer miliciano y de intervención en la vanguardia, y el Auxilio Social, extraído del ‘‘Winterhilfe’’, auxilio de invierno alemán, porque en palabras de su fundadora, Mercedes Sanz Bachiller «no todo lo que hicieron los nazis era malo».
Se creó también un aparato de salud mental apoyado en las tesis psiquiátricas del militar Antonio Vallejo-Nájera, basadas en la nobleza del carácter hispano, en valores castrenses católicos, y en la debilidad mental del marxismo al no reconocer las jerarquías y los órdenes sociales superiores. Vallejo-Nájera defendió «la inferioridad mental de los partidarios de la igualdad social y política», así como «la perversidad de los regímenes democráticos que promocionan a los fracasados sociales con políticas públicas, a diferencia de lo que sucede con los regímenes aristocráticos donde sólo triunfan socialmente los mejores».
El ‘‘ilustre’’ psiquiatra explicó igualmente la enorme participación de las mujeres en las filas de la República, debido a «su debilidad mental», ampliamente demostrada por la biología fascista: «El psiquismo femenino tiene muchos puntos de contacto con el infantil y el animal». Sus experimentos se llevaron a cabo en prisiones, con presas políticas, anarquistas y comunistas. La idea de la transmisión genética del marxismo originó también el alejamiento de los niños de sus madres, entregándolos a familias que los adoptaban demostrando previamente su catadura católica, propiciando así el cambio de apellidos de origen para hacer imposible su rastreo posterior.
En sus estudios sobre la mujer, Vallejo-Nájera parte de lo que, según él, son características del sexo femenino: debilidad del equilibrio mental, menor resistencia a las influencias ambientales, inseguridad del control sobre la personalidad, falta de las inhibiciones inteligentes y lógicas que hacen que en situaciones en las que desaparecen los frenos sociales se despierte su crueldad, siendo «además las revueltas políticas la ocasión de satisfacer sus apetencias sexuales latentes».
Así fue relegada a una intervención pública de segundo orden, siempre detrás del hombre y eliminados sus derechos anteriores. Su mandato era en el hogar, de puertas adentro. Todo ello conformaba un modelo de mujer abnegada y humillada, en muchos aspectos de lo social. La legislación franquista se basó en esta cuestión, convirtiéndola en una eterna menor de edad si se casaba, y a no existir como mujer si no lo hacía. Se la consideraba frágil mental y físicamente, así como incapaz de desarrollar cualquier labor fuera de la casa.
No se contemplaba que por voluntad propia tuviera deseo de estudiar o trabajar. Si lo hacía era en caso de necesidad, y siempre considerando que era poco apropiado. Se recomendaba la prudencia en el estudio, que se aconsejaba abandonar, ofreciendo alternativas al «difícil y cansado camino de los libros». Buscando por la vía de la humillación, de la sumisión, o de la disuasión, no solo limitar, sino hacer desaparecer la posibilidad intelectual, creativa y crítica de las mujeres.
El estado franquista se apoyó en la corriente más radical de la Iglesia católica para dominar a la sociedad española, y en especial a la mujer, por medio de la religión y el terror. La noción de pecado se hizo más extensa, y se le añadió en muchos casos el carácter de delito. Así por ejemplo el adulterio, los amancebamientos, no sólo eran pecado, también eran delito, por no hablar de la homosexualidad, cuya persecución fue atroz.
Una férrea moral, mantenida a través de la censura y la represión en lo referente al sexo, destrozó la idea del amor y la sexualidad. Las prácticas sexuales tenían sentido solo en tanto a su función reproductiva, según el modelo de familia católica al que se debía tender, quedando para la mujer el goce sexual asociado a la noción de pecado. Paralelamente, el peso moral hizo que se fuera consolidando un discurso de culpabilidad permanente, muy enraizada en la doctrina católica, en el que la mujer se vio condenada a vivir. Esta culpabilidad se fue alojando en las relaciones sociales, y su presencia sorprendentemente perdura hasta hoy.
Con la apertura política y la caída del régimen de Franco, se reabrió el debate acerca de la mujer. Se cuestionó y se rompió en mil pedazos el discurso franquista según el cual se la consideraba como débil mental o como menor de edad. Pero aunque la idea actual de la mujer en la vida pública no tenga nada que ver con respecto a aquella injusta situación, todavía está lejos de haberse liberado. Aún hoy se sigue intentando someterla a las leyes y silencios que impone el discurso del capitalismo dominante, a la vez que no se ha eliminado todavía la idea de que la mujer debe ser abnegada, católicamente hablando. De modo que bajo los ropajes de pasarela, en numerosas ocasiones encontramos los cilicios de siempre.
Conviene por tanto no olvidar ese terrible pasado precisamente en estas fechas en las que seguimos luchando por la igualdad. Recuperar la memoria histórica, esa que algunos pretenden enterrar con el argumento de que «hay que pasar página». Que nuestros jóvenes, aquellos que nacieron después de la muerte del dictador, conozcan que aunque parezca ahora mentira, estas cosas ocurrieron en nuestro país no hace tanto tiempo. Porque, probablemente, «aquellos polvos, hayan traído estos lodos», y una parte de la violencia sexista actual tenga que ver con todo esto.
Durante el franquismo la reconstrucción del tejido social español, tuvo lugar bajo la norma, escrita a sangre y fuego, del "odio al comunismo" y todo lo que tuviera que ver con él. En ese empeño, la religión se encargó de proporcionar las armas educativas, apoyadas en los temores ancestrales del más rancio conservadurismo. Según su teoría un espectro atravesaba Europa: el del comunismo. El Vaticano se encargó de apoyar todo aquello que se opusiera al mismo, reprimiendo lo que tuviera que ver con la liberación de la moral. La alineación de la Iglesia española con el golpe del 36 se justificó porque la confrontación no era entre un gobierno legal y otro ilegal, sino entre Dios o no Dios, lo que les permitió hablar de Cruzada.
Esta ‘‘santa alianza’’ relegó a la mujer a la retaguardia, a la reconstrucción. La ideas joseantonianas sobre la sumisión y la no-intervención en la cosa pública, conformaron el modelo social de mujer durante esa negra época. En ese modelo reaccionario se la asignaban casi exclusivamente funciones referentes a cuidados sanitarios y de bienestar social.
Dos instituciones se dedicaron a poner en práctica esas tesis: la sección Femenina, presidida por Pilar Primo de Rivera, que puso en práctica las ideas de su hermano sobre la mujer, es decir, el odio a la mujer miliciano y de intervención en la vanguardia, y el Auxilio Social, extraído del ‘‘Winterhilfe’’, auxilio de invierno alemán, porque en palabras de su fundadora, Mercedes Sanz Bachiller «no todo lo que hicieron los nazis era malo».
Se creó también un aparato de salud mental apoyado en las tesis psiquiátricas del militar Antonio Vallejo-Nájera, basadas en la nobleza del carácter hispano, en valores castrenses católicos, y en la debilidad mental del marxismo al no reconocer las jerarquías y los órdenes sociales superiores. Vallejo-Nájera defendió «la inferioridad mental de los partidarios de la igualdad social y política», así como «la perversidad de los regímenes democráticos que promocionan a los fracasados sociales con políticas públicas, a diferencia de lo que sucede con los regímenes aristocráticos donde sólo triunfan socialmente los mejores».
El ‘‘ilustre’’ psiquiatra explicó igualmente la enorme participación de las mujeres en las filas de la República, debido a «su debilidad mental», ampliamente demostrada por la biología fascista: «El psiquismo femenino tiene muchos puntos de contacto con el infantil y el animal». Sus experimentos se llevaron a cabo en prisiones, con presas políticas, anarquistas y comunistas. La idea de la transmisión genética del marxismo originó también el alejamiento de los niños de sus madres, entregándolos a familias que los adoptaban demostrando previamente su catadura católica, propiciando así el cambio de apellidos de origen para hacer imposible su rastreo posterior.
En sus estudios sobre la mujer, Vallejo-Nájera parte de lo que, según él, son características del sexo femenino: debilidad del equilibrio mental, menor resistencia a las influencias ambientales, inseguridad del control sobre la personalidad, falta de las inhibiciones inteligentes y lógicas que hacen que en situaciones en las que desaparecen los frenos sociales se despierte su crueldad, siendo «además las revueltas políticas la ocasión de satisfacer sus apetencias sexuales latentes».
Así fue relegada a una intervención pública de segundo orden, siempre detrás del hombre y eliminados sus derechos anteriores. Su mandato era en el hogar, de puertas adentro. Todo ello conformaba un modelo de mujer abnegada y humillada, en muchos aspectos de lo social. La legislación franquista se basó en esta cuestión, convirtiéndola en una eterna menor de edad si se casaba, y a no existir como mujer si no lo hacía. Se la consideraba frágil mental y físicamente, así como incapaz de desarrollar cualquier labor fuera de la casa.
No se contemplaba que por voluntad propia tuviera deseo de estudiar o trabajar. Si lo hacía era en caso de necesidad, y siempre considerando que era poco apropiado. Se recomendaba la prudencia en el estudio, que se aconsejaba abandonar, ofreciendo alternativas al «difícil y cansado camino de los libros». Buscando por la vía de la humillación, de la sumisión, o de la disuasión, no solo limitar, sino hacer desaparecer la posibilidad intelectual, creativa y crítica de las mujeres.
El estado franquista se apoyó en la corriente más radical de la Iglesia católica para dominar a la sociedad española, y en especial a la mujer, por medio de la religión y el terror. La noción de pecado se hizo más extensa, y se le añadió en muchos casos el carácter de delito. Así por ejemplo el adulterio, los amancebamientos, no sólo eran pecado, también eran delito, por no hablar de la homosexualidad, cuya persecución fue atroz.
Una férrea moral, mantenida a través de la censura y la represión en lo referente al sexo, destrozó la idea del amor y la sexualidad. Las prácticas sexuales tenían sentido solo en tanto a su función reproductiva, según el modelo de familia católica al que se debía tender, quedando para la mujer el goce sexual asociado a la noción de pecado. Paralelamente, el peso moral hizo que se fuera consolidando un discurso de culpabilidad permanente, muy enraizada en la doctrina católica, en el que la mujer se vio condenada a vivir. Esta culpabilidad se fue alojando en las relaciones sociales, y su presencia sorprendentemente perdura hasta hoy.
Con la apertura política y la caída del régimen de Franco, se reabrió el debate acerca de la mujer. Se cuestionó y se rompió en mil pedazos el discurso franquista según el cual se la consideraba como débil mental o como menor de edad. Pero aunque la idea actual de la mujer en la vida pública no tenga nada que ver con respecto a aquella injusta situación, todavía está lejos de haberse liberado. Aún hoy se sigue intentando someterla a las leyes y silencios que impone el discurso del capitalismo dominante, a la vez que no se ha eliminado todavía la idea de que la mujer debe ser abnegada, católicamente hablando. De modo que bajo los ropajes de pasarela, en numerosas ocasiones encontramos los cilicios de siempre.
Conviene por tanto no olvidar ese terrible pasado precisamente en estas fechas en las que seguimos luchando por la igualdad. Recuperar la memoria histórica, esa que algunos pretenden enterrar con el argumento de que «hay que pasar página». Que nuestros jóvenes, aquellos que nacieron después de la muerte del dictador, conozcan que aunque parezca ahora mentira, estas cosas ocurrieron en nuestro país no hace tanto tiempo. Porque, probablemente, «aquellos polvos, hayan traído estos lodos», y una parte de la violencia sexista actual tenga que ver con todo esto.
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