Democracia, libertad y seguridad (Por el FORO IRUÑA)

Las personas que firmamos este escrito coincidimos en la apreciación de que, de un tiempo a esta parte, se está primando la seguridad en detrimento de la libertad, con el consiguiente deterioro de la democracia en su conjunto. El proceso viene de atrás. Ya en el inicio de la crisis de los setenta, por ejemplo, la Trilateral apostaba por modelos de democracia restringida, concentrada y autoritaria. Pero, por poner una fecha emblemática, ha sido fundamentalmente a partir del 11 de septiembre de 2001 cuando han venido implementándose más abiertamente políticas de seguridad. Que el resultado esté siendo una sociedad más exasperantemente regulativa y punitiva nos parece claro. Como nos lo parece, también, que tal empeño está resultando escandalosamente selectivo. En tanto para unos ámbitos se postula una desregulación total, abriendo una vía a la arbitrariedad, el abuso y la corrupción más descarados, para otros, en cambio, se incrementan los supuestos delictivos y sus penas correspondientes. ¿Avanzamos, así, hacia una sociedad más segura? Sinceramente, no lo vemos. Opinamos, más bien, lo contrario. Lo que nos resulta tremendamente inquietante.

Libertad y seguridad son, ambas, derechos humanos fundamentales. En cuanto tales, nuestra Constitución los recoge y figuran entre los pilares básicos de la democracia. Una y otra, libertad y seguridad, se necesitan e implican: no puede darse la primera sin la segunda, y viceversa. Es lo que hace que, de suyo y por fuerza, se salvaguarden y limiten, moderen y modulen recíprocamente. Siendo, pues, un bien en sí mismas e inseparables, libertad y seguridad tienen, no obstante, jerarquía entre sí. La seguridad debe garantizar y estar en función de la libertad, que, no lo olvidemos, define lo humano en cuanto tal. En medio de una realidad cambiante, lograr entre ambas -en la práctica, que es lo que verdaderamente importa- un punto de equilibrio, es el objetivo a alcanzar. Una tarea, ésta, además de difícil, siempre aproximativa, frágil e inestable, tratándose de dos polos a menudo conflictivos o, en todo caso, permanentemente en tensión. Sabemos que no hay democracia perfecta y que es quimérico imaginar una libertad y seguridad absolutas e incondicionadas. Nos hallamos ante el reto de una constante construcción social y política de las mismas. Dicho intento estará siempre inevitablemente contextualizado y marcado por las condiciones históricas.

Tradicionalmente las democracias de corte más o menos liberal han tratado de resolver las tensiones entre libertad y seguridad buscando un equilibrio entre lo individual y lo colectivo y social; entre lo privado y lo público; entre la sociedad civil y la política; entre la ciudadanía y el Estado; entre los poderes mismos, funciones e instituciones que conforman el Estado, a través, en mayor o menor medida, de mecanismos de independencia, contrapeso, control y participación; entre la nación-estado o el estado plurinacional de una parte y el concierto internacional o de las demás naciones de otra… Pero la situación ha cambiado. Parece obvio que, hoy, nos hallamos en un nuevo contexto, que, además de introducir nuevos elementos desequilibrantes, escapan con frecuencia al control de los estados nacionales y las sociedades respectivas. Y que dicho marco contextual tiende a forzar la balanza hacia la seguridad, achicando los espacios de la libertad. Dos tipos de factores, objetivos y subjetivos, contribuyen especialmente a ello. Otros andan a caballo entre los primeros y los segundos.

Estaríamos totalmente fuera de la realidad, si pretendiéramos buscar salidas al problema que nos ocupa prescindiendo de una serie de datos: como la globalización y lo que ella comporta de interdependencia, dilución de fronteras o cesión de soberanía; o la ausencia, en dicho marco y al mismo nivel, de verdaderas instancias de gobernanza y justicia; o el neoliberalismo y neoconservadurismo dominantes, con la preeminencia de la economía y del mercado capitalista sobre todo lo demás; o la profunda crisis de modelo que padecemos, que genera inseguridad y que aviva actitudes reactivas de control y represivas; o el terrorismo internacional, así como el interno propio, de tan impredecibles y trágicos efectos; o la nueva piratería con sus múltiples formas, en un mundo que estaría tornándose más líquido o marino y que demandaría, en el sentir de muchos, más regulaciones y controles; o el enorme poder de los medios de comunicación, forjadores de opinión y, a menudo, tan proclives a crear alarmas sociales… Nos estamos refiriendo, pues, a los que hemos denominado factores objetivos. Junto a ellos están los subjetivos, tan fácilmente manipulables e instrumentalizables por los distintos poderes. Entre dichos factores cabe destacar el miedo: en ocasiones totalmente falto de objetividad, con frecuencia irracional, a menudo interesadamente azuzado, que tiende a crear ciudadanos débiles y sumisos, y que, por lo general, refuerza lo establecido y los poderes que lo mantienen. ¿Acaso no anidan en el miedo el temor a la inmigración y a lo diferente; o aquella idea de que el espacio privado es más seguro que el público; o el hecho desconcertante de que un país como el nuestro, con índices de criminalidad inferiores a la media de los países europeos, y en continuado descenso, estemos a la cabeza de Europa en población reclusa y, encima, la hayamos cuadruplicado en unos pocos años?

A medio camino entre los factores objetivos y los subjetivos están los configurados por nuestra propia herencia sociocultural. De una parte, nuestra propia memoria bélica, décadas de dictadura y autoritarismo han podido dejar un poso que, inconscientemente, nos lleva a primar la seguridad en el cómputo de bienes necesarios, o a identificar seguridad y orden, seguridad y normatividad. Por otro lado, aun habiendo trabajado denodadamente por el advenimiento de la democracia desde posturas progresistas o de izquierda, hemos de reconocer haber sido en ocasiones muy críticos y duros con ella - la denominábamos formal-; haber flirteado más o menos, siquiera teóricamente, con una violencia presente históricamente, en su raíz, en las tradiciones revolucionarias, sea la burguesa ilustrada o la popular socialista o marxista; y, en cualquier caso, haber sido más fecundos y creativos en lo que concierne a las libertades que en lo que atañe a la seguridad.

En esta situación, ¿cómo avanzar? No tenemos la solución, pero sí podemos indicar modestamente algunos criterios. En este punto, es oportuno volver a recordar la primacía de la libertad. Pero sin olvidar que la seguridad no es sólo un bien, sino un derecho humano fundamental. Lo que es un deber recordar, sobre todo allí donde está en juego la vida. Y sin ignorar, tampoco, que no hay libertad ni seguridad absolutas o incondicionadas. Dicho esto, nos parece necesario nombrar los miedos, tratar de racionalizarlos, consultar a los expertos y escucharles. Tendremos que ir más a las causas que a los efectos, invertir más en las primeras que en los segundos, o, dicho en otros términos, implementar políticas y abrir procesos y dinámicas preventivos. Hemos de positivizar los derechos, garantizándolos, de modo que sean efectivamente exigibles y su vulneración recurrible. Por último, dar pasos hacia la constitución de una gobernanza y justicia mundiales, y ahondar en un nuevo humanismo intercultural nos parecen otras de las tareas imprescindibles.

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